"Remake"
La libreta azul manuscrita, revelaba los gestos taquigráficos de toda resaca. La tinta trazaba
listas y párrafos inestables, retocados. La pulpa de cada hoja era el catálogo
complementario de ceniza, aceite y taninos… huellas impresas que tarjaban las horas de
búsqueda y ajustes constantes. Todo borrador permite lo que ninguna vida.
Era un bar tristón, mínimo, de baldosas blancas y de mala sombra. El americano estaba
sentado en la periferia del haz de luz de la gastada bombilla eléctrica. Ocupaba siempre la
misma mesa lateral, era su palco privado. Ahí nadie ocupaba la mesa de otro. Todas tenían
la firma que censa la rutina. Una rúbrica muda. Era una de las condiciones de un lugar
como éste: no preguntar, no señalar, postergar todo signo propio. De día la calle estaba
polvorienta, pero por la noche el rocío asentaba el polvo y al extranjero le gustaba sentarse
a escuchar, porque aunque era ajeno a esa lengua y todos sus matices, la noche y la quietud,
la decantaban en una borra de lejanías. Su música lo apañaba en presentimientos. Sordo a
sus sentidos exactos, permitía que él notara su resonancia.
A pocos metros, el camarero joven describía al cocinero viejo la “obra y sus actos”.
La función de todos los días, siempre con el mismo reparto, salvo algún actor secundario,
con vestuario de turista, que interrumpía ordenando con señas, en la carta, una paella y el
vino de la casa. Hoy, casi como siempre, la representación partía a la hora y con sus actores
principales:
Mortadelo y Filemón –dos obreros de una construcción cercana, recién llegados– ya
estaban provistos de su jamón, pan y tinto. En la costumbre de la rutina que conocía, el
americano permanecía inmóvil mirando la etiqueta de su botella de vino, mintiéndose que
descifraba la firma del estanciero fabricante, dejando que una mancha de tinta proveniente
de su estilográfica diera en crecer y esparcirse en el papel de la libreta como una duda.
–¿Otra?
Miró hacia arriba. La cara del mozo, una luna joven y entusiasta que se engañaba
fingiéndose entusiasta, creyendo que algún día podría terminar de emerger de aquel pozo de
tiempo estancado, esperaba la respuesta. Notó que sus labios acaban de cerrarse. Asintió
con la cabeza. Al retirar la botella vacía, el otro reparó en su estilográfica y le señaló que se
había manchado los dedos. Los mismos dedos entintados con que el americano formó de
inmediato el cañón de un revólver imaginario y apuntó hacia la puerta de entrada. Sin que
nada lo anunciase, un anciano de traje se cruzó ante la mira imaginaria.
–¡Ya llegó el conde Paco, apura las butifarras y el lomo crudo! –gritó el mozo,
exaltado, hacia la cocina.
–¿Estas seguro que es él? –devolvió la seña el cocinero.
–¿Quién? –se sumó el americano.
–El mismísimo conde Drácula español, Carlos Villarías, el actor protagonista de la
primera versión sonora de 1931.
El cocinero sacó la cabeza de su habitación de calores húmedos y cortó el diálogo,
imperativo:
–¡Hala, Chaval! Menos lengua, llévale la otra botella de vino al Sr. América antes
que se le salga un tiro y mate a nuestro Bela Lugosi , y luego vete a atenderlo.
Mientras, el actor ya estaba sentado en una mesa anexa a la de los obreros. Éstos,
habían decidido armarse unos sandwiches con el pan de la casa y una fetas de jamón que
les habían servido en el entretanto. Mortadelo, al que le faltaban dos dedos de una mano,
rebanaba con cierto descuido, con la otra, el pan con un cuchillo. Pan que, al parecer no
muy fresco, resistía. Filemón advirtió el peligro, alarmado, pero Mortadelo, tozudo, se
empeñaba más y más. El anciano comenzó a observar con interés el afán ansioso de su
vecino. Mortadelo perdía la paciencia, frenético, ante la pieza de pan. De pronto, rápido y
tontamente, como ocurren los accidentes, el filo logró su cometido partiendo al medio al
mendrugo peleador y decidió seguir más allá, colándose por entre las falanges ausentes
rumbo a uno de los dedos que se aferraban a las ahora dos parte del pan. El grito de
Mortadelo surgió corto, gutural. Todos miraron hacia el lugar, imantados. Sólo el anciano,
con una agilidad sorprendente, pareció querer ayudar: alcanzó de un salto la mano del
obrero y llevó hacia su boca la base de lo que había sido un dedo, ahora cercenado. Sangre,
sangre por todas partes. Aquello parecía una fuente, la había hasta en la nueva copa de tinto
del pistolero digital. El mozo joven, encolerizado, fue el siguiente en abalanzarse sobre el
grupo, para sacar del local, entre gritos y empujones, a los obreros y al anciano.
–Debiste acompañarlo al hospital.
La opinión del cocinero lacónico, que había abandonado su puesto y deambulaba
entre las manchas de sangre, un mapa caminero que llevaba a todas partes, incluso a la
mesa del americano, no era un reproche. No hubo discusión: los tres repararon, en ese
momento, que las páginas abiertas de la libreta azul tenían ahora también unos lunares
púrpura. El americano empujó la punta de su estilográfica hacia ella. Luego la tomó. Podía
escribir. No lo hizo. Entonces encontró los ojos del cocinero, que con una mueca de su
boca, replicaba una sonrisa al decirle:
–Escriba “Hemingway”. No creo que nadie haya escrito ese nombre con sangre en
España.
Se sintió algo imbécil al considerar la sugerencia. No supo qué contestar. Dijo lo
único que se le vino a la mente:
–Debería haberle disparado.
HRL.
Seleccionado para integrar la publicación con relatos del concurso: "Tinta,sangre y vino"
de Viña Paternina, La Rioja, España. Este concurso conmemora los 55 años de la visita
del escritor Ernest Hemingway a las bodegas de la viña.
http://www.paternina.com/hemingway/
(Mis agradecimientos a Rodrigo Lara, mi entrañable hermano de Buenos Aires por el dato,
el aliento y su "segunda voz")